ANDREA LLEGA A BARCELONA
Por
dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a
medianoche, en un tren distinto del que había anunciado, y no me esperaba
nadie.
Era la
primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me
parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la
noche. La sangre, después del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en
las piernas entumecidas y con una sonrisa de asombro miraba la gran Estación de
Francia y los grupos que estaban esperando el expreso y los que llegábamos con
tres horas de retraso.
El olor
especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí
un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber
llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis sueños por desconocida.
Empecé a
seguir –una gota entre la corriente- el rumbo de la masa humana que, cargada de
maletas, se volcaba en la salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado
-porque estaba casi lleno de libros- y lo llevaba yo misma con toda la fuerza
de mi juventud y de mi ansiosa expectación.
Un aire
marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la primera sensación confusa
de la ciudad: una masa de casas dormidas, de establecimientos cerrados, de
faroles como centinelas borrachos de soledad. Una respiración grande,
dificultosa, venía con el cuchicheo de la madrugada. Muy cerca, a mi espalda,
enfrente de las callejuelas misteriosas que conducen al Borne, sobre mi corazón
excitado, estaba el mar.
(...)
Recuerdo
que, en pocos minutos, me quedé sola en la gran acera, porque la gente corría a
coger los escasos taxis o luchaba por arracimarse en el tranvía.
Uno de
esos viejos coches de caballos que han vuelto a surgir después de la guerra se
detuvo delante de mí y lo tomé sin titubear, causando la envidia de un señor
que se lanzaba detrás de él desesperado, agitando el sombrero.
Corrí
aquella noche, en el desvencijado vehículo, por anchas calles vacías y atravesé
el corazón de la ciudad lleno de luz a toda hora, como yo quería que estuviese,
en un viaje que me pareció corto y que para mí se cargaba de belleza.
El coche
dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me
conmovió con un grave saludo de bienvenida.
Enfilamos
la calle Aribau, donde vivían mis parientes, con sus plátanos llenos aquel
octubre de espeso verdor y su silencio vívido de mil almas detrás de los
balcones apagados. Las ruedas del coche levantaban una estela de ruido, que
repercutía en mi cerebro. De improviso sentí crujir y balancearse todo el
armatoste. Luego quedó inmóvil. -Aquí es- dijo el cochero.
Levanté
la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos. Filas de balcones se
sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el secreto de las viviendas.
Los miré y no pude adivinar cuáles serían aquellos a los que en adelante yo me
asomaría. Con la mano un poco temblorosa di unas monedas al vigilante, y cuando
él cerró el portal detrás de mí, con un gran temblor de hierros y cristales,
comencé a subir muy despacio la escalera, cargada con mi maleta.
Todo
empezaba a ser extraño en mi imaginación; los estrechos y desgastados escalones
de mosaico, iluminados por la luz eléctrica, no tenían cabida en mi recuerdo.
Ante la
puerta del piso me acometió un súbito temor de despertar a aquellas personas
desconocidas que eran para mí, al fin y al cabo, mis parientes y estuve un rato
titubeando antes de iniciar una tímida llamada a la que nadie contestó. Se
empezaron a apretar los latidos de mi corazón y oprimí de nuevo el timbre. Oí
una voz temblona:
“¡Ya va!
¡Ya va!”
Unos pies
arrastrándose y unas manos torpes descorrieron cerrojos.
Luego, me
pareció todo una pesadilla.
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LAS HIJAS (TÍAS DE ANDREA) REPROCHAN A LA ABUELA SU PREFERENCIA POR LOS HIJOS VARONES
Me paré
en la puerta, porque entonces todo hería mis ojos: la luz y la penumbra. El
cuarto estaba casi a oscuras, con olor a flores de trapo. Bultos grandes, de
humanidades bien cebadas, se destacaban en la oscuridad dando sus olores
corporales apretados por el verano. Oí una voz de mujer:
—Le
malcriaste. Recuerda que le malcriabas, mamá. Así ha terminado...
—Siempre
fue usted injusta, mamá. Siempre prefirió usted a sus hijos varones. ¿Se da
usted cuenta de que tiene usted la culpa de este final?
—A
nosotras no nos has querido nunca, mamá. Nos has despreciado. Nos has
humillado. Siempre te hemos visto quejarte de tus hijas, que, sin embargo, no
te han dado más que satisfacciones...; ahí, ahí tienes el pago de los
varones, de los que tú mimabas...
—Señora,
deberá dar usted mucha cuenta a Dios por esa alma que ha mandado al infierno.
No creía
yo a mis oídos. No creía yo tampoco las extrañas visiones de mis ojos. Poco
a poco las caras se iban perfilando, ganchudas o aplastadas, como en un
capricho de Goya. Aquellos enlutados parecían celebrar un extraño aquelarre.
—Hijos,
¡yo os he querido a todos!
Yo no podía
ver desde allí a la viejecilla, pero la imaginaba hundida en su mísera
butaca. Hubo un largo silencio y por fin escuché otro suspiro tembloroso.
—¡Ay,
Señor!
—No hay
más que ver la miseria de esta casa. Te han robado, te han despojado, y tú,
ciega por ellos. Nunca nos has querido ayudar a nosotras cuando te lo hemos
pedido. Ahora nuestra herencia se la ha llevado la trampa... Y para colmo, un
suicidio en la familia...
—He
acudido a los más desgraciados... A los que me necesitaban más.
—Y con este
procedimiento los has acabado de hundir en la miseria. Pero ¿no te das cuenta
del resultado? ¡Si al menos fueran ellos felices, aunque estuviéramos nosotras
despojadas; pero, ya ves, lo que ha sucedido aquí prueba que tenemos
razón!...
—Y ese
desgraciado Juan que nos escucha: ¡casado con una perdida, sin saber hacer nada
de provecho, muerto de hambre!
Era una
carta larguísima en la que me contaba todas sus preocupaciones y esperanzas.
Me decía que Jaime también iba a vivir aquel invierno en Madrid. Que había
decidido, al fin, terminar la carrera y que luego se casarían.
No me
podía dormir. Encontraba idiota sentir otra vez aquella ansiosa expectación
que un año antes, en el pueblo, me hacía saltar de la cama cada media hora,
temiendo perder el tren de las seis, y no podía evitarla. No tenía ahora las
mismas ilusiones, pero aquella partida me emocionaba como una liberación. El
padre de Ena, que había venido a Barcelona por unos días, a la mañana
siguiente me vendría a recoger para que le acompañase en su viaje de vuelta a
Madrid. Haríamos el viaje en su automóvil.
Estaba ya
vestida cuando el chófer llamó discretamente a la puerta. La casa entera
parecía silenciosa y dormida bajo la luz grisácea que entraba por los balcones.
No me atreví a asomarme al cuarto de la abuela. No quería despertarla.
Bajé las
escaleras, despacio. Sentía una viva emoción. Recordaba la terrible
esperanza, el anhelo de vida con que las había subido por primera vez. Me
marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida
en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la
calle de Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces.
De pie,
al lado del largo automóvil negro, me esperaba el padre de Ena. Me tendió las
manos en una bienvenida cordial. Se volvió al chófer para recomendarle no sé
qué encargos. Luego me dijo:
—Comeremos
en Zaragoza, pero antes tendremos un buen desayuno —se sonrió ampliamente—; le
gustará el viaje, Andrea. Ya verá usted...
El aire
de la mañana estimulaba. El suelo aparecía mojado con el rocío de la noche.
Antes de entrar en el auto alcé los ojos hacia la casa donde había vivido un
año. Los primeros rayos del sol chocaban contra sus ventanas. Unos momentos
después, la calle de Aribau y Barcelona entera quedaban detrás de mí.
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