martes, 9 de abril de 2019

CELA: LA FAMILIA DE PASCUAL DUARTE



MARIO

Si Mario hubiera tenido sentido de él. Poco vivió entre nosotros; parecía como 
que hubiera olido el parentesco que le esperaba y hubiera preferido sacrificarlo 
a la compañía de los inocentes en el limbo.

¡Bien sabe Dios que acertó con
el camino, y cuántos fueron los sufrimientos que se ahorró al ahorrarse años! 
Cuando nos abandonó no había cumplido todavía los diez años, que si pocos 
fueron para lo demasiado que había de sufrir, suficientes debieran de haber 
sido para llegar a hablar y a andar, cosas ambas que no llegó a conocer; el 
pobre no pasó de arrastrarse por el suelo como si fuese una culebra y de 
hacer unos ruiditos con la garganta y con la nariz como si fuese una rata; 
fue lo único que aprendió. [...] 
Un día -teniendo la criatura cuatro años-la suerte se volvió tan de su contra 
que, sin haberlo buscado ni deseado, sin a nadie haber molestado y sin 
haber tentado a Dios, un guarro (con perdón) le comió las dos orejas. 
Don Raimundo, el boticario, le puso unos polvos amarillos, de seroformo, 
y tanta dolor daba el verlo amarillado y sin orejas que todas las vecinas, 
por llevarle consuelo, le llevaban, las más, un tejeringo los domingos; 
otras, unas almendras; algunas, aceitunas en aceite o un poco de chorizo... 
¡Pobre Mario, y cómo agradecía con sus ojos negrillos los consuelos! 
Si mal había estado hasta entonces, mucho más mal le aguardaba 
después de lo del guarro (con perdón); pasábase los días y las noches 
llorando y aullando como un abandonado, y como la poca paciencia 
de la madre la agotó cuando más falta le hacía, se pasaba los meses 
tirado por los suelos, comiendo lo que le echaban, y tan sucio que 
aun a mí que, ¿para qué mentir?, nunca me lavé demasiado, llegaba 
a darme repugnancia. Cuando un guarro (con perdón) se le ponía 
a la vista, cosa que en la provincia pasaba tantas veces al día como 
no se quisiese, le entraban al hermano unos corajes que se ponía 
como loco: gritaba con más fuerza aún que la costumbre, se atosigaba 
por esconderse detrás de algo y en la cara y en los ojos un temor se le 
acusaba, que dudo que no lograse parar al mismo Lucifer que a la Tierra 
subiese.
Me acuerdo que un día -era un domingo- en una de esas temblequeras 
tanto espanto llevaba, y tanta rabia dentro, que en su huida le dio por 
atacar -Dios sabría por qué- al señor Rafael, que en casa estaba porque, 
desde la muerte de mi padre, por ella entraba y salía como por terreno 
conquistado; no se le ocurriera peor cosa al pobre que morderle en una 
pierna al viejo, y nunca lo hubiera hecho, porque éste con la otra 
pierna le arreó tal patada en una de las cicatrices que lo dejó como 
muerto y sin sentido, manándole una agüilla que me dio por pensar 
que agotara la sangre. El vejete se reía como si hubiera hecho una 
hazaña, y tal odio le tomé aquel día que, por mi gloria le juro que 
de no habérselo llevado Dios de mis alcances, me lo hubiera endiñado 
en cuanto hubiera tenido ocasión para ello.
La criatura se quedó tirada todo lo larga que era, y mi madre -le
aseguro que me asusté en aquel momento que la vi tan ruin- 
no lo cogía y se reía haciéndole el coro al señor Rafael; a mí, bien lo 
sabe Dios, no me faltaron  voluntades para levantarlo, pero preferí 
no hacerlo…
¡Si el señor Rafael, en el momento, me hubiera llamado blando, por 
Dios que lo machaco delante de mi madre […]
Cuando el señor Rafael acabó por marcharse, mi madre recogió 
a Mario, lo acunó en el regazo y le estuvo lamiendo la herida 
toda la noche, como perra parida a los cachorros; el chiquillo 
se dejaba querer y sonreía… Se quedó dormidito y en sus labios 
quedaba aún la señal de que había sonreído. Fue aquella noche, 
seguramente, la única vez en su vida que le vi sonreír…
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ASESINATO DE LOLA

Un día la llamé, a Lola, para decirla:
– Puedes estar tranquila.
– ¿Por qué?
– Porque a la señora Engracia nadie la ha de llamar.
Lola se quedó un momento pensativa, como una garza.
– Eres muy bueno, Pascual.
– Sí; mejor de lo que tú crees.
- Y mejor de lo que yo soy.
– ¡No hablemos de eso! ¿Con quién fue?
– ¡No lo preguntes!
– Prefiero saberlo, Lola.
– Pero a mí me da miedo decírtelo.
– ¿Miedo?
– Sí; de que lo mates.
– ¿Tanto lo quieres?
– No lo quiero.
– ¿Entonces?
– Es que la sangre parece como el abono de tu vida…
Aquellas palabras se me quedaron grabadas en la cabeza como con fuego, 
y como con fuego grabadas conmigo morirán.
– ¿Y si te jurase que nada pasará?
– No te creería.
– ¿Por qué?
– Porque no puede ser, Pascual, ¡eres muy hombre!
– Gracias a Dios; pero aún tengo palabra.
Lola se echó en mis brazos.
– Daría años de mi vida porque nada hubiera pasado.
– Te creo.
– ¡Y porque tú me perdonases!
– Te perdono, Lola. Pero me vas a decir…
– Sí.
Estaba pálida como nunca, desencajada; su cara daba miedo, un miedo 
horrible de que la desgracia llegara con mi retorno; la cogí la cabeza, 
la acaricié, la hablé con más cariño que el que usara jamás el esposo más fiel; 
la mimé contra mi hombro, comprensivo de lo mucho que sufría, 
como temeroso de verla desfallecer a mi pregunta.
– ¿Quién fue?
– ¡El Estirao!
– ¿El Estirao?
Lola no contestó.
Estaba muerta, con la cabeza caída sobre el pecho y el pelo sobre la cara… 
Quedó un momento en equilibrio, sentada donde estaba, para caer al pronto 
contra el suelo de la cocina, todo de guijarrillos muy pisados…
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                    ASESINATO DE LA MADRE


                 Había llegado la ocasión, la ocasión que tanto tiempo había estado esperando.     
                 Había que hacer de tripas corazón, acabar pronto, lo más pronto posible. 
                 La noche es corta y en la noche tenía que haber pasado ya todo y tenía 
                 que sorprenderme la amanecida a muchas leguas del pueblo.
                 Estuve escuchando un largo rato. No se oía nada. Fui al cuarto de mi mujer; 
                estaba dormida y la dejé que siguiera durmiendo. Mi madre dormiría también 
                a buen seguro. Volví a la cocina; me descalcé; el suelo estaba frío y las piedras 
                del suelo se me clavaban en la punta del pie. Desenvainé el cuchillo, que brillaba 
                a la llama como un sol.
                Allí estaba, echada bajo las sábanas, con su cara muy pegada a la almohada. 
                No tenía más que echarme sobre el cuerpo y acuchillarlo. No se movería, 
                no daría ni un solo grito, no le daría tiempo... Estaba ya al alcance del brazo, 
                profundamente dormida, ajena. -¡Dios, qué ajenos están siempre todos los 
                asesinados a su suerte!- a todo lo que iba a pasar. (...)
                No me atrevía; después de todo era mi madre, la mujer que me había parido, 
                y a quien sólo por eso había que perdonar....
                No; no podía perdonarla sólo porque me hubiera parido. Con echarme 
                al mundo no me hizo ningún favor, absolutamente ninguno... 
                No había tiempo que perder. Había que decidirse de una buena vez. (...) 
               Me abalancé sobre ella y la sujeté. Forcejeó, se escurrió... 
                Momento hubo en que llegó a tenerme cogido por el cuello. 
               Gritaba como una condenada. Luchamos; fue la lucha más 
               tremenda que usted se puede imaginar. Rugíamos como bestias, 
               la baba nos asomaba a la boca... En una de las vueltas vi a mi mujer, 
                blanca como una muerta, parada en la puerta sin atreverse a entrar. 
               Traía un candil en la mano, el candil a cuya luz pude ver la cara 
               de mi madre, morada como un hábito de nazareno... 
              Seguíamos luchando; llegué a tener las vestiduras rasgadas, 
              el pecho al aire. La condenada tenía más fuerzas que un demonio. 
              Tuve que usar de toda mi hombría para tenerla quieta. 
              Quince veces la sujetaba, quince veces se me había de escurrir. 
              Me arañaba, me daba patadas y puñetazos, me mordía. 
              Hubo un momento en que con la boca me alcanzó un pezón 
              -el izquierdo- y me lo arrancó de cuajo.
              Fue el momento mismo en que pude clavarle la hoja en la garganta...
              La sangre corría como desbocada y me golpeó la cara. 
              Estaba caliente como un vientre y sabía lo mismo que la sangre de los corderos.







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