MARIO
Si Mario hubiera tenido sentido de él. Poco vivió entre nosotros; parecía como
que hubiera olido el parentesco que le esperaba y
hubiera preferido sacrificarlo
a la compañía de los inocentes en el limbo.
¡Bien sabe Dios que acertó con
el camino, y cuántos fueron los sufrimientos que se ahorró al ahorrarse años!
el camino, y cuántos fueron los sufrimientos que se ahorró al ahorrarse años!
Cuando nos abandonó no había cumplido todavía los
diez años, que si pocos
fueron para lo demasiado que había de sufrir, suficientes
debieran de haber
sido para llegar a hablar y a andar, cosas ambas que no llegó
a conocer; el
pobre no pasó de arrastrarse por el suelo como si fuese una
culebra y de
hacer unos ruiditos con la garganta y con la nariz como si fuese
una rata;
fue lo único que aprendió. [...]
Un día -teniendo la criatura cuatro
años-la suerte se volvió tan de su contra
que, sin haberlo buscado ni deseado,
sin a nadie haber molestado y sin
haber tentado a Dios, un guarro (con perdón)
le comió las dos orejas.
Don Raimundo, el boticario, le puso unos polvos
amarillos, de seroformo,
y tanta dolor daba el verlo amarillado y sin orejas
que todas las vecinas,
por llevarle consuelo, le llevaban, las más, un
tejeringo los domingos;
otras, unas almendras; algunas, aceitunas en aceite o
un poco de chorizo...
¡Pobre Mario, y cómo agradecía con sus ojos negrillos los
consuelos!
Si mal había estado hasta entonces, mucho más mal le aguardaba
después de lo del guarro (con perdón); pasábase los días y las noches
llorando
y aullando como un abandonado, y como la poca paciencia
de la madre la agotó
cuando más falta le hacía, se pasaba los meses
tirado por los suelos, comiendo
lo que le echaban, y tan sucio que
aun a mí que, ¿para qué mentir?, nunca me
lavé demasiado, llegaba
a darme repugnancia. Cuando un guarro (con perdón) se
le ponía
a la vista, cosa que en la provincia pasaba tantas veces al día como
no se quisiese, le entraban al hermano unos corajes que se ponía
como loco:
gritaba con más fuerza aún que la costumbre, se atosigaba
por esconderse detrás
de algo y en la cara y en los ojos un temor se le
acusaba, que dudo que no
lograse parar al mismo Lucifer que a la Tierra
subiese.
Me acuerdo que un día -era un domingo- en una de esas
temblequeras
tanto espanto llevaba, y tanta rabia dentro, que en su huida le
dio por
atacar -Dios sabría por qué- al señor Rafael, que en casa estaba
porque,
desde la muerte de mi padre, por ella entraba y salía como por terreno
conquistado; no se le ocurriera peor cosa al pobre que morderle en una
pierna
al viejo, y nunca lo hubiera hecho, porque éste con la otra
pierna le arreó tal
patada en una de las cicatrices que lo dejó como
muerto y sin sentido,
manándole una agüilla que me dio por pensar
que agotara la sangre. El vejete se
reía como si hubiera hecho una
hazaña, y tal odio le tomé aquel día que, por mi
gloria le juro que
de no habérselo llevado Dios de mis alcances, me lo hubiera
endiñado
en cuanto hubiera tenido ocasión para ello.
La criatura se quedó tirada todo lo larga que era, y
mi madre -le
aseguro que me asusté en aquel momento que la vi tan ruin-
no lo
cogía y se reía haciéndole el coro al señor Rafael; a mí, bien lo
sabe Dios, no
me faltaron voluntades para levantarlo,
pero preferí
no hacerlo…
¡Si el señor Rafael, en el momento, me hubiera llamado
blando, por
Dios que lo machaco delante de mi madre […]
Cuando el señor Rafael acabó por marcharse, mi madre
recogió
a Mario, lo acunó en el regazo y le estuvo lamiendo la herida
toda la
noche, como perra parida a los cachorros; el chiquillo
se dejaba querer y
sonreía… Se quedó dormidito y en sus labios
quedaba aún la señal de que había
sonreído. Fue aquella noche,
seguramente, la única vez en su vida que le vi
sonreír…
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ASESINATO DE LOLA
Un día la llamé, a Lola, para decirla:
Un día la llamé, a Lola, para decirla:
– Puedes estar tranquila.
– ¿Por qué?
– Porque a la señora Engracia nadie la ha de llamar.
Lola se quedó un momento pensativa, como una garza.
– Eres muy bueno, Pascual.
– Sí; mejor de lo que tú crees.
- Y mejor de lo que yo soy.
– ¡No hablemos de eso! ¿Con quién fue?
– ¡No lo preguntes!
– Prefiero saberlo, Lola.
– Pero a mí me da miedo decírtelo.
– ¿Miedo?
– Sí; de que lo mates.
– ¿Tanto lo quieres?
– No lo quiero.
– ¿Entonces?
– Es que la sangre parece como el abono de tu vida…
Aquellas palabras se me quedaron grabadas en la cabeza
como con fuego,
y como con fuego grabadas conmigo morirán.
y como con fuego grabadas conmigo morirán.
– ¿Y si te jurase que nada pasará?
– No te creería.
– ¿Por qué?
– Porque no puede ser, Pascual, ¡eres muy hombre!
– Gracias a Dios; pero aún tengo palabra.
Lola se echó en mis brazos.
– Daría años de mi vida porque nada hubiera pasado.
– Te creo.
– ¡Y porque tú me perdonases!
– Te perdono, Lola. Pero me vas a decir…
– Sí.
Estaba pálida como nunca, desencajada; su cara daba
miedo, un miedo
horrible de que la desgracia llegara con mi retorno; la cogí la
cabeza,
la acaricié, la hablé con más cariño que el que usara jamás el esposo
más fiel;
la mimé contra mi hombro, comprensivo de lo mucho que sufría,
como
temeroso de verla desfallecer a mi pregunta.
– ¿Quién fue?
– ¡El Estirao!
– ¿El Estirao?
Lola no contestó.
Estaba muerta, con la cabeza caída sobre el pecho y el
pelo sobre la cara…
Quedó un momento en equilibrio, sentada donde estaba, para
caer al pronto
contra el suelo de la cocina, todo de guijarrillos muy pisados…
_______________________________________________ASESINATO DE LA MADRE
Había llegado la ocasión, la ocasión que tanto tiempo
había estado esperando.
Había que hacer de tripas corazón, acabar pronto, lo
más pronto posible.
La noche es corta y en la noche tenía que haber pasado ya
todo y tenía
que sorprenderme la amanecida a muchas leguas del pueblo.
Estuve escuchando un largo rato. No se oía nada. Fui
al cuarto de mi mujer;
estaba dormida y la dejé que siguiera durmiendo. Mi
madre dormiría también
a buen seguro. Volví a la cocina; me descalcé; el suelo
estaba frío y las piedras
del suelo se me clavaban en la punta del pie.
Desenvainé el cuchillo, que brillaba
a la llama como un sol.
Allí estaba, echada bajo las sábanas, con su cara muy
pegada a la almohada.
No tenía más que echarme sobre el cuerpo y acuchillarlo.
No se movería,
no daría ni un solo grito, no le daría tiempo... Estaba ya al
alcance del brazo,
profundamente dormida, ajena. -¡Dios, qué ajenos están
siempre todos los
asesinados a su suerte!- a todo lo que iba a pasar. (...)
No me atrevía; después de todo era mi madre, la mujer
que me había parido,
y a quien sólo por eso había que perdonar....
No; no podía perdonarla sólo porque me hubiera parido.
Con echarme
al mundo no me hizo ningún favor, absolutamente ninguno...
No había
tiempo que perder. Había que decidirse de una buena vez. (...)
Me abalancé
sobre ella y la sujeté. Forcejeó, se escurrió...
Momento hubo en que llegó a
tenerme cogido por el cuello.
Gritaba como una condenada. Luchamos; fue la
lucha más
tremenda que usted se puede imaginar. Rugíamos como bestias,
la baba
nos asomaba a la boca... En una de las vueltas vi a mi mujer,
blanca como una
muerta, parada en la puerta sin atreverse a entrar.
Traía un candil en la mano,
el candil a cuya luz pude ver la cara
de mi madre, morada como un hábito de
nazareno...
Seguíamos luchando; llegué a tener las vestiduras rasgadas,
el
pecho al aire. La condenada tenía más fuerzas que un demonio.
Tuve que usar de
toda mi hombría para tenerla quieta.
Quince veces la sujetaba, quince veces se
me había de escurrir.
Me arañaba, me daba patadas y puñetazos, me mordía.
Hubo
un momento en que con la boca me alcanzó un pezón
-el izquierdo- y me lo
arrancó de cuajo.
Fue el momento mismo en que pude clavarle la hoja en
la garganta...
La sangre corría como desbocada y me golpeó la cara.
Estaba caliente como un vientre y sabía lo mismo que la sangre de los corderos.
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